jueves, 21 de enero de 2016

Cohete.

El cohete salió lanzado con la efervescencia propia del descorchamiento de una botella de champagne. Con una velocidad distinta, eso sí, como si se tuviera que sacudir la pereza de encima, pero in crescendo. Con parsimonia, poco a poco toma velocidad y apunta directo al cielo que se presenta como diana inmensa para este dardo gigante.

Sube y sube. Atraviesa diversas capas atmosféricas una tras otra (no me preguntéis el nombre de ellas, no soy astrofísico o lo que sea que estudie eso) y deja tierra atrás. Atrás deja la Tierra, que cada vez se vuelve más redonda, más pequeña. Menos importante, más insignificante. Atrás quedan las leyes, atrás quedan las personas, atrás quedan las guerras, atrás quedan las compras, atrás quedan los políticos, atrás quedan las normas, atrás quedan las empresas, atrás quedan las autopistas, atrás quedan los automóviles, atrás quedan los barcos, atrás quedan los aviones, atrás queda la contaminación, atrás quedan los problemas... atrás queda... absolutamente todo.


Pero el cohete no derrama ni una lágrima. No saca el bracito para decir adiós con un pañuelo como hacen en las películas. Entre otras cosas porque un cohete no tiene "bracitos", pero es que aunque tuviera no merecería la pena. Más que nada porque no siente ninguna.

Alzar el vuelo y dejar todo eso atrás es una idea maravillosa.

Y ya flotando en el espacio el cohete da media vuelta y le dedica un último vistazo a la Tierra. Con sus ojos herméticos de cohete contempla la diminuta esfera y se pregunta..."¿Cómo algo tan bello por fuera puede encerrar tantos peligros en su interior?".

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