lunes, 26 de agosto de 2013

Bajar la basura.

Las 16:04 de un domingo. Hace mucho sol, bastante calor. Una tarde de verano como cualquier otra. Toca bajar la basura porque las dos bolsas donde echamos las botellas y los cartones están llenas. Da pereza; se deja para otro momento.

Las 21:47 de un domingo. La noche es cálida pero corre una suave brisa. Una noche de verano como cualquier otra. Y las dos bolsas de basura, llenas. Toca bajarlas pero... esta vez, apetece.

Los contenedores de reciclaje están en la acera de enfrente, a menos de 15 metros del portal. Es un viaje corto en el que no invierto más de tres minutos entre que salgo por la puerta de la calle y vuelvo a entrar.

Sin embargo, este momento tan cotidiano, tan urbano, se convierte en algo especial por el simple hecho de ser realizado de noche. Es un momento de pausa, de libertad, de intimidad, de respiro, de silencio.

Salgo a la calle y apenas se escucha a nadie, o a nada. Con suerte, no me cruzo con ninguna persona ni pasa ningún coche. Es un momento solitario propio de una rutina establecida en el que uno se puede permitir pensar sobre cualquier cosa.

Y al mismo tiempo, pienso, que podría ser el punto de partida de una historia cualquiera:

Podría bajar la basura y ser preguntado por un extraño.
Podría bajar la basura y ver cómo aterriza un objeto volador en la montaña.
Podría bajar la basura y ver cómo se comete un crimen.
Podría bajar la basura y recibir la llamada de un amigo en apuros.
Podría bajar la basura y no volver a casa en mucho tiempo.

Tres minutos de exposición a cualquier eventualidad. Tres minutos imprevisibles.

Tres minutos de silencio en los que, teóricamente, todo debería ir bien...

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